Una vida sin principios.
Para entender a Thoreau, el libertario, conviene comenzar por su ensayo ‘Una vida sin principios’ antes de zambullirse en su Desobediencia Civil o su defensa de la naturaleza en Walden.
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Puestos a recomendar una única obra de Thoreau, lo fácil sería recomendar su ensayo sobre la Desobediencia Civil o su mítico Walden pero a nosotros se nos antoja muy relevante otro de sus ensayos: Una vida sin principios. ¿Y a santo de qué este antojo? cabe que seamos hijos, en lo que a la literatura norteamericana se refiere, de la Antología de Norton, gran compendio de lo que ha dado de sí la literatura norteamericana en el que de Thoreau se destaca este ensayo como base de su pensamiento, o que seamos muy de empezar la casa por los cimientos antes que por el tejado por más que sea el ático lo que llame la atención de todos; dicho de otro modo, Thoreau defendía la desobediencia civil y la vida en la naturaleza no porque sí ni porque se le ocurriera un día en el que se levantó con el pie izquierdo, sino que llegó a esas convicciones por las que es mundialmente conocido tras sentar los principios esenciales de toda vida humana, esos que, ante su estupor, pocos defendían, es más, pocos conocían…
Y es que los principios de Thoreau tienen poco que ver por lo que entendemos hoy cuando alguien dice eso de ‘tengo mis principios‘ o, más adecuado todavía, cuando recordamos la mítica frase de Groucho Marx ‘Estos son mis principios, si no le gustan tengo otros’; Thoreau no tenía otros principios, los suyos eran tan básicos y elementales, tan humanos, que eran para él irrenunciables.
Thoreau, como no era hijo de Google, ni del uso de los decálogos como reclamo mediático, no hizo un listado de principios a respetar sino que desveló la esencia de la vida humana que contemplaba a su alrededor y, ante esa desnudez que nos relata en Una vida sin principios, sentimos la misma vergüenza que Adán y Eva cuando se descubrieron desnudos en el Jardín del Edén tras caer en la tentación, morder la manzana y cometer el Pecado Original.
En Una vida sin principios Thoreau cuenta una anécdota que nos hace reflexionar: un día de buena mañana vio a un carretero trasladando una enorme roca, el hombre sudaba lo suyo guiando a sus bueyes y representaba con su trabajo y su esfuerzo al hombre bueno y responsable que se gana el pan con el sudor de su frente y que hace, además, un trabajo que aporta algo a la sociedad; Thoreau habla incluso del sentimiento de culpa en quienes lo miran desde sus ventanas que se ven como vagos y haraganes frente al carretero trabajador. Pero hete aquí que esa misma tarde ve Thoreau la piedra decorando el jardín de un tipo supuestamente rico, un derrochador empedernido, un vividor que había querido colocar allí la piedra como hubiera podido querer lo contrario y se pregunta Thoreau ¿qué valor tiene entonces el trabajo del carretero? para la sociedad, ninguno, porque poner aquella piedra allí aporta lo mismo que hubiera aportado no haberla puesto y para el carretero… casi tampoco, porque ni obtuvo placer por su trabajo (detesta su trabajo…) ni tan siquiera rédito económico porque su contratista resulta ser un timador.
De este modo desmonta Thoreau la teoría del valor del trabajo en sí mismo, es decir, para él el trabajo en sí no tiene valor, lo tiene sólo si aporta algo a la sociedad y si el que lo hace aspira a la excelencia en su trabajo; lo espinoso del asunto es que el mismo Thoreau, que era agrimensor (medía terrenos) decía que la sociedad no valoraba esa excelencia y se ponía a sí mismo como ejemplo: a nadie le importaba si era quien mejor medía un terreno sino si la medición le era favorable. Dicho de otro modo, el hombre valora su propia conveniencia sobre la excelencia, incluso, lo que es más grave, sobre su propia excelencia; ésto enlaza con la anécdota anterior, lo que Thoreau nos recomienda es buscar siempre quien nos pague no por hacer un trabajo sino por hacer el mejor trabajo que seamos capaces de hacer (y, ya de paso, un trabajo que aporte algo a la sociedad…).
Cuando a esos principios expuestos por Thoreau añadimos lo que nos advertía George Orwell sobre el uso del lenguaje para desdibujar la realidad y convertir las mentiras en verdad a fuerza de repetirlas, comenzamos a pensar que el mundo no ha cambiado tanto como parece o, al menos, el ser humano no ha, en su esencia, cambiado apenas nada; es más, si nos vamos a un pensador mucho más cercano a nuestro tiempo (tan cercano que todavía vive), Chomsky, descubriremos que ha dicho cosas como ésta: ‘mientras la población general sea pasiva, apática y desviada hacia el consumismo o el odio de los vulnerables, los poderosos podrán hacer lo que quieran, y los que sobrevivan se quedarán a contemplar el resultado‘; realmente difiere poco este análisis del ser humano del que hacía Thoreau, sólo que igual que Chosmky puede ir un paso más allá que Thoreau porque vivió décadas después y, por tanto, pudo ver la evolución de las sociedades que Thoreau sólo podía intuir, nosotros, que peinamos menos canas de Chosmky, podemos preguntarnos algo al hilo de su reflexión: ¿qué sucede si lo que Chomsky llama ‘los vulnerables’, que son además objeto de odio, se organizan en lobbys e imponen su visión del mundo a lo que él llama ‘los podereosos’? ¿cambiaría algo? a simple vista nos podría parecer que sí y cabe incluso que a Chosmky se lo parezca pero si Thoreau levantara la cabeza, sin duda, discreparía porque para el sabio americano no había gobierno bueno, el buen gobierno era el que menos gobernaba, es decir, el que menos se metía en la vida de la gente, el que menos prohibía… ¿por qué? porque Thoreau creía en el ser humano y en sus principios, no en su acción colectiva o gregragia sino individual. Y es que Thoreau era un libertario de pies a cabeza… por eso hoy no le encuentran cabida en la izquierda ni en la derecha, tampoco en el centro.