Oscar Wilde, el excéntrico escritor y personaje al que la sociedad victoriana destruyó.

Oscar Wilde, todo un personaje de las letras angloirlandesas del que te resultará imposible no enamorarte.

Siempre es interesante conocer la vida de un escritor porque, sea como fuere de vulgar o sorprendente, nos ayuda a entender su obra pero hay escritores que van más allá de su obra, que son personajes en sí mismos independientemente de lo que escribieran o dejaran de escribir y Oscar Wilde es uno de ellos, era un hombre terriblemente interesante que, además, escribía con cierto arte, un arte al que reconocía dedicar todo su talento, no así su genio, ese decía reservarlo para la vida. Y es que si algo no se le puede negar a Oscar Wilde es que vivió con el atrevimiento de un genio fuera de su lámpara… hasta que trataron de encerrarlo en ella.

Lo primero que debes saber de Oscar Wilde es nació en Dublín en el seno de una familia angloirlandesa aristocrática e intelectual, lo que le permitió dominar el francés y el alemán, además del inglés, desde niño; su madre era una poetisa de cierto reconocimiento en su época, Jane Francesca Elgee, quien llegó incluso a colaborar en un periódico (The Nation) lo cual para una mujer en el S.XIX no era poca cosa; su padre, William Wilde, era todo un Sir que destacó como cirujano; Wilde estudió en el Trinity College de Dublín primero y en la Universidad de Oxford después, fue un magnífico estudiante y se licenció en Humanidades tras superar unos exámenes que pasaban por ser los más difíciles del mundo.

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Ya entonces, en sus tiempos de estudiante, llamaba la atención, era un tipo locuaz y excéntrico, cuidaba mucho su apariencia que tendía, ya entonces, a la sofisticación y se preocupaba incluso por la decoración de su habitación de estudiante, que no era precisamente funcional, el techo estaba pintado de azul y sobre los muebles había jarrones chinos.

El personaje nació antes de que lo hiciera el escritor (o al menos antes de que éste se hiciera popular), tal vez porque Wilde en sus tiempos de estudiante se ocupó, principalmente, de estudiar y vivir, el tiempo de trabajar (escribir) vendría después; ese personaje culto y excéntrico que vestía zapatos de charol con hebillas de metal, medias de seda, corbatas brillantes y que incluso se dejó crecer el pelo hasta tener melena, se instaló en Londres al terminar sus estudios (aunque tras pasar por Dublín, donde viviría un episodio bastante llamativo que narraremos a continuación); solía pasear con ese aspecto llamativo suyo complementado con alguna flor en la solapa de sus chaquetas de terciopelo o incluso en la mano; su popularidad fue creciendo tanto por su excentricidad como por su locuacidad y llegó a dar algunas conferencias en Estados Unidos antes de convertirse en un escritor notable.

El hombre puede creer en lo imposible, pero no creerá nunca en lo improbable

No dejaba de tener cierto riesgo ser una nota discordante, como sin duda lo era Wilde, en una sociedad tan rígida como la Victoriana y eso es algo que Wilde llegaría a descubrir pero no sería hasta más adelante porque su matrimonio, su paternidad (tuvo dos hijos) y su éxito como escritor y periodista (llegó incluso a dirigir una revista femenina en la que publicaba poemas y cuentos) le regalaría cierto tiempo de paz; antes de ésto, cuentan las crónicas que se enamoró perdidamente de una mujer que, avatares de la historia literaria, no llegaría a ser nada para él pero sí mucho para Bram Stoker, era Florence Balcome, Florence Stoker desde 1878: Florence, decíamos, no llegaría a ser nada para Wilde pero lo cierto es que durante un tiempo sí lo fue, a sus 18 y 19 años mantuvieron una relación que duró más de un año, intercambiaron cartas, se mostraron enamorados… pero ya fuera por su juventud o por la falta de independencia económica de Wilde, la proposición de matrimonio no llegó y la relación se rompió; hacía aproximadamente un año que habían roto cuando Oscar Wilde se entera de que la bella Florence se va a casar con un escritor ya de éxito, independiente económicamente y, para colmo de sus desgracias, no sólo conocido suyo sino amigo de su familia: Bram Stoker. La relación entre Stoker y Wilde se enfrió entonces notablemente (cosas, ahí sí, más del ego del Wilde que del amor roto) pero nunca se rompieron del todo y de hecho Bram Stoker fue de los pocos que visitó a Wilde en París antes de su muerte y tras su caída en desgracia.

El descontento es el primer paso en el progreso de un hombre o una nación

Esta historia es poco más que una anécdota (con cierto morbo, habría que decir) pero quedaría en nada cuando en 1884 Wilde se casó con Constance Lloyd, hija de on consejero de la reina quien aportó una importante dote al matrimonio y con la que vivió bien y tuvo dos hijos… hasta que todo se torció: y es que, aunque no hayamos dicho nada hasta el momento, cabe que la sofisticación de Wilde te haya sugerido algún planteamiento acerca de su sexualidad, si es así no vas desencaminado: en 1895 fue condenado a trabajos forzados por homosexualidad, la pena fue de dos años y la cumplió íntegra; al salir de la cárcel descubrió que su mujer, aunque no se había divorciado, había cambiado su apellido y también el de sus hijos y además él se había visto obligado a renunciar a la patria potestad; al principio el único que le sirvió cierto consuelo fue el responsable, en cierta medida, de su condena, su amante, un joven aristócrata que, aun arriesgándose a ser desheredado por su padre (que fue, por otra parte, quien acusó a Wilde porque lo consideraba el responsable de la supuesta perversión de su hijo), acogió a Wilde en su casa, claro que no ha lugar a hacernos buena idea de Bosie (el amante), aquella acogida sólo durante un tiempo y llegó después de que no lo visitara ni una vez durante su tiempo en la cárcel, eso además de haber sido él quien lo animó a denunciar a su padre (al que odiaba…); al final las amenazas del padre pudieron más, el dinero se acabó y se separaron; Oscar Wilde se trasladó a París, donde murió de meningitis el 30 de noviembre del año 1900. Tenía 46 años y no había escrito ni una línea desde su salida de la cárcel de Reading. Lo cierto es que la historia de amor que acabó con su vida (supuso su muerte civil) no fue un romance al estilo Romeo y Julieta sino que tuvo un final bastante menos heroico y nada romántico.

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Si el episodio de Florence y Stoker tiene cierto morbo por ser un triángulo amoroso en el que se encuentran dos de las plumas inglesas más célebres del S.XIX, el que acaba con los huesos de Wilde en la cárcel no resulta menos morboso… y da buena cuenta, además, del personaje porque lo cierto es que la denuncia que acabó con el bueno de Wilde en la cárcel la puso él mismo: ocurrió en marzo de 1895, Wilde era por entonces un periodista respetado, un escritor de dramas de notable éxito, un personaje excéntrico que generaba amores, temores y a saber qué más… y también un hombre casado y con dos hijos, la vida le sonreía, le sonreía tanto que olvidó que vivía en una sociedad rígida y exigente que permitía los deslices (o lo que socialmente se consideraban deslices) sólo si eran discretos y sólo si las cabezas más destacadas de la sociedad lo querían, por eso cuando Wilde promovió un juicio contra, una de esas cabezas, la del Marqués de Queensberry por difamación tenía todas las de perder, y perdió. Wilde calculó mal su suerte y su éxito, el padre de su amante -el Marqués de Queensberry- era un enemigo poderoso y su fama (la de Wilde) era también polémica por su excentricidad y porque su homosexualidad no era un secreto o, de serlo, lo era a voces. Wilde fue condenado y comenzó su época más triste y oscura, malos tiempos que no terminarían ni tan siquiera con su liberación.

Formar parte de la sociedad es un fastidio, pero estar excluido de ella es una tragedia

Así era Oscar Wilde: culto, leído, interesante, políglota, viajero, gran conversador, polémico, excéntrico, sofisticado, elegante, irónico, divertido, sarcástico hasta el infinito… era, en definitiva, demasiado para la sociedad victoriana, demasiado incluso, diríamos, para el alma sensible y creativa que vivía tras el telón de la sofisticación y la ironía.

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