Preferiría no hacerlo.

‘Bartleby, el escribiente’ es un cuento absurdo que a ratos sorprende, a ratos es hilarante, a ratos desespera… y solo se explica a medias una vez termina, de modo que sigues leyéndolo en tu cabeza al acabar su lectura. Es un cuento perfecto.

¿Cuántas veces has dicho, o pensado, que preferirías no hacer algo? Bartleby, el escribiente, perdió la cuenta de las veces en las que usó esa frase aunque en su caso lo curioso no es que no quisiera hacer algo, ni tan siquiera que lo dijera tal que así (preferiría no hacerlo), lo llamativo en su caso es que, efectivamente, no lo hacía. Este cuento tan descabellado sufrió una suerte similar a la de Moby Dick: ser incomprendido en su tiempo y admirado décadas después.

Herman Melville fue, probablemente, un escritor adelantado a su tiempo, probablemente su obra se hubiera entendido mucho mejor en el Modernismo de principios del S.XX que en la literatura del S.XIX, ahora bien, eso a él, aunque sabemos que le importaba y que estaba de hecho preocupado por el modo en el que pudiera ser recordado tras su muerte, no lo convencía de desistir de sus intenciones creativas y Bartleby, el escribiente es tan buena representación de ello como su obra cumbre, Moby Dick.

Imagina que eres un abogado con despacho propio que contrata a varios copistas y escribientes, entre ellos está el bueno de Bartleby que se nos presenta como pálidamente pulcro, lamentablemente respetable e incurablemente solitario y empleado ejemplar. Pero es es al principio…

Bartleby se convierte, párrafo a párrafo, en un tipo inmune a la realidad y todo a base de preferir no hacerlo, esa inmunidad a la realidad es tal que, tras ser despedido, se niega ya no a dejar su puesto sino la oficina ¿por qué? Porque preferiría no hacerlo. ¿Surrealista? Sin duda, más aun cuando es el abogado quien traslada su oficina de local y descubre que Bartleby permanece en su antiguo despacho, en su antiguo puesto de trabajo.

Claro que, como nos advirtió Hannah Arendt, se puede ignorar la realidad pero no las consecuencias de haber ignorado la realidad y a Bartleby le llegaron esas consecuencias (no diremos cuáles para no destripar de la historia más de lo debido) y el abogado que lo había contratado, que es quien narra el cuento de principio a fin, termina la historia tratando de explicarnos (de explicarse, más bien) por qué la cabeza de Bartleby se bloqueó de semejante manera y cierra sí una historia surrealista, descabellada y más propia de los narradores del S.XX que de los del S.XIX.

La narración es tan pulcra y perfecta, tan contemporánea, que mientras avanzas en la lectura no puedes evitar elucubrar acerca de qué le pasa a Bartleby, empezando por pensar que es un aprovechado y evolucionar hasta pensar que está loco, loco de atar o, por ser más exactos, de encerrar (y tirar la llave después…); no te ahorres tus propias elucubraciones, nadie que haya leído este cuento ha podido escapar de ellas, de hecho podríamos listar los sesudos análisis de diferentes críticos literarios acerca de la existencia de Bartleby ¿nuestro favorito? Sin duda Borges, que considera a Bartleby, el escribiente como un cuento que anticipa la literatura del absurdo.

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